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Mundo de Cronopios

Puntero izquierdo

Puntero izquierdo

El viejo Mario Benedetti (Tacuarembó, Uruguay, 1920) me hizo llorar con una novela excepcional llamada “La Tregua”. Con una prosa hermosa llena de poesía y de esperanza, extraigo de su libro de cuentos “Montevideanos” (1959) este relato que ningún niño amante del fútbol puede dejar de leer. 

Vos sabés las que se arman en cualquier cancha más allá de Propios. Y si no acordate del campito del Astral, donde mataron a la vieja Ulpiana. Los años que estuvo hinchándola desde el alambrado y, la fatalidad, justo esa tarde, no pudo disparar por la uña encarnada. Y si no acordate de aquella canchita de mala muerte, creo que la del Torricelli, donde le movieron el esqueleto al pobre Cabeza, un negro de mano armada, puro pamento, que ese día le dio la loca de escupir cuando ellos pasaban con la bandera. Y si no acordate de los menores de Cuchilla Grande, que mandaron al nosocomio al back del Catamarca, y todo porque le habían hecho al capitán de ellos la mejor jugada recia de la tarde.  

No es que me arrepienta, ¿sabés? de estar aquí en el hospital, se lo podés decir con todas las letras a la barra del Wilson. Pero para poder jugar más allá de Propios hay que tenerlas bien puestas. ¿O qué te parece haber ganado aquella final contra el Corrales, jugando nada menos que nueve contra once? Hace ya dos años y me parece ver al Pampa, que todavía no había cometido el afane pero lo estaba germinando, correrse por la punta y escupir el centro, justo a los cuarenta y cuatro de la segunda etapa, y yo que la veo venir y la coloco tan al ángulo que el golerito no la pudo ni pellizcar y ahí quedó despatarrado, mandándose la parte porque los de Progreso le habían echado el ojo. ¿O qué te parece haber aguantado hasta el final en la cancha del Deportivo Yi, donde ellos tenían el juez, los línema y una hinchada piojosa que te escupía hasta en los minutos adicionados por suspensiones de juego, y eso cuando no entraban al fiel y te gritaban: ¡Yi! ¡Y¡! ¡Yi! como si estuvieran llorando, pero refregándole de paso el puño por la trompa? Y uno haciéndose el etcétera porque si no te tapaban. Lo que yo digo es que así no podemos seguir. 0 somos amater o somos profesional. Y si somos profesional que vengan los fasules.

Aquí no es el Estadio, con protección policial y con esos mamitas que se revuelcan en el área sin que nadie los toque. Aquí si te hacen un penal no te despertás hasta el jueves a más tardar. Lo que está bien. Pero no podés pretender que te maten y después ni se acuerden de vos. Yo sé que para todos estuve horrible y no preciso que me pongas esa cara de Rosigna y Moretti. Pero ni vos ni don Amílcar entienden ni entenderán nunca lo que pasa. Claro, para ustedes es fácil ver la cosa desde el alambrado. Pero hay que estar sobre el pastito, allí te olvidás de todo, de las instrucciones del entrenador y de lo que te paga algún mafloso. Te viene una cosa de adentro y tenés que llevar la redonda. Lo ves venir al jalva con su carita de rompehueso y sin embargo no podés dejársela. Tenés que pasarlo, tenés que pasarlo siempre, como si te estuvieran dirigiendo por control remoto. Si te digo que yo sabía que esto no iba a resultar, pero don Amílcar que empieza a inflar y todos los días a buscarme a la fábrica. Que yo era un puntero izquierdo de condiciones, que era una lástima que ganara tan poco, y que cuando perdiéramos la final él me iba arreglar el pase para el Everton.

Ahora vos calculá lo que representa un pase para el Everton, donde además de don Amílcar que después de todo no es más que un cafisho de putas pobres, está nada menos que el doctor Urrutia, que ése sí es Director de Ente Autónomo y ya colocó en Talleres al entreala de ellos. Especialmente por la vieja, sabés, otra seguridad, porque en la fábrica ya estoy viendo que en la próxima huelga me dejan con dos manos atrás y una adelante. Y era pensando en esto que fui al café Industria a hablar con don Amílcar. Te aseguro que me habló como un padre, pensando, claro, que yo no iba a aceptar. A mí me daba risa tanta delicadeza. Que si ganábamos nosotros iba a ascender un club demasiado díscolo, te juro que dijo díscolo, y eso no convenía a los sagrados intereses del deporte nacional. Que en cambio el Everton hacía dos años que ganaba el premio a la corrección deportiva y era justo que ascendiera otro escalón. En la duda, atenti, pensé para mi entretela. Entonces le dije el asunto es grave y el coso supo con quien trataba. Me miró que parecía una lupa y yo le aguanté a pie firme y le repetí que el asunto es grave. Ahí no tuvo más remedio que reírse y me hizo una bruta guiñada y que era una barbaridad que una inteligencia como yo trabajase a lo bestia en esa fábrica.

Yo pensé te clavaste la foja y le hice una entradita sobre Urrutia y el Ente Autónomo. Después, para ponerlo nervioso, le dije que uno también tiene su condición social. Pero el hombre se dio cuenta que yo estaba blando y desembuchó las cifras. Graso error. Allí no más le saqué sesenta. El reglamento era éste: todos sabían que yo era el hombre gol, así que los pases vendrían a mí como un solo hombre. Yo tenía que eludir a dos o tres y tirar apenas desviado o pegar en la tierra y mandarme la parte de la bronca. El coso decía que nadie se iba a dar cuenta que yo corría pa los italianos. Dijo que también iban a tocar a Murias, porque era un tipo macanudo y no lo tomaba a mal. Le pregunté solapadarnente si también Murias iba a entrar en Talleres y me contestó que no, que ese puesto era diametralmente mío. Pero después en la cancha lo de Murias fue una vergüenza. El pardo no disimuló ni medio: se tiraba como una mula y siempre lo dejaban en el suelo. A los veintiocho minutos ya lo habían expulsado porque en un escrimaye le dio al entreala de ellos un codazo en el hígado.

Yo veía de lejos tirándose de palo a palo al meyado Valverde que es de esos idiotas que rechazan muy pitucos cualquier oferta como la gente, y te juro por la vieja que es un amater de órdago, porque hasta la mujer, que es una milonguita, le mete los cuernos en todo sector. Pero la cosa es que el meyado se rompía y se le tiraba a los pies nada menos que a Bademian, ese armenio con patada de burro que hace tres años casi mata de un tiro libre al golero del Cardona. Y pasa que te contaglás y sentís algo dentro y empezás a eludir y seguís haciendo dribles en la línea del córner como cualquier mandrake y no puede ser que con dos hombres menos (porque al Tito también lo echaron, pero por bruto) nos perdiéramos el ascenso. Dos o tres veces me la dejé quitar, pero, ¿sabés?, me daba un dolor bárbaro porque el jalva que me marcaba era más malo que tomar agua sudando y los otros iban a pensar que yo había disminuido mi estándar de juego, Allí el entrenador me ordenó que jugara atrasado para ayudar a la defensa y yo pensé que eso me venía al trome porque jugando atrás ya no era el hombre-gol y no se notaría tanto si tiraba como la mona.

Así y todo me mandé dos boleos que pasaron arañando el palo y estaba quedando bien con todos. Pero cuando me corrí y se la pasé al ñato Silveira para que entrara él y ese tarado me la pasó de nuevo, a mí que estaba solo, no tuve más remedio que pegar en la tierra porque si no iba a ser muy bravo no meter el gol. Entonces mientras yo hacía que me arreglaba los zapatos el entrenador me gritó a lo Tittarufo: «¿Qué tenés en la cabeza? ¿Moco?» Esto, te juro, me tocó aquí adentro, porque yo no tengo moco y si no preguntale a don Amílcar, él siempre dijo que soy un puntero inteligente porque juego con la cabeza levantada. Entonces ya no vi más, se me subió la calabresa y le quise demostrar al coso ése que cuando quiero sé mover la guinda y me saqué de encima a cuatro o cinco y cuando estuve solo frente al golero le mandé un zapatillazo que te lo vogliodire y el tipo quedó haciendo sapitos pero exclusivamente a cuatro patas. Miré hacia el entrenador y lo encontré sonriente como aviso de R'der y recién entonces me di cuenta que me había enterrado hasta el ovario.

Los otros me abrazaban y gritaban: «¡Pa los contras!», y yo no quería dirigir la visual hacia donde estaba don Amílcar con el doctor Urrutia, o sea justo en la banderita de mi córner, pero en seguida empezó a ¡legarme un kilo de putiadas, en las que reconocí el tono mezzosoprano del delegado y la ronquera con bíter de mi fuente de recursos. Allí el partido se volvió de trámite intenso porque entró la hinchada de ellos y le llenaron la cara de dedos a más de cuatro. A mí no me tocaron porque me reservaban de postre. Después quise recuperar puntos y pasé a colaborar con la defensa, pero no marcaba a nadie y me pasaban otros. Dificil, dijo Cañete, la enfermera que me trata como al rey Farú y que tiene como ya lo habrás jalviado, su bruta plataforma electoral, dice que tengo para un semestre. Por ahora no está mal, porque ella me sube aúpa para lavarme ciertas ocasiones y yo voy disfrutando con vistas al futuro. Pero la cosa va a ser después; el período de pases ya se acaba, sintetizando, que estoy colgado. En la fábrica ya le dijeron a la vieja que ni sueñe que me vayan a esperar. Así que no tendré más remedio que bajar el cogote y apersonarme con ese chitrulo de Urrutia, a ver si me da el puesto en Talleres como me había prometido.

Lo que debo al fútbol

Lo que debo al fútbol

Albert Camus, escritor argelino nacido en 1913 y muerto en 1960, autor de obras maestras como “El Extranjero” y “La Peste”, además de ganar el Premio Nobel de Literatura en 1957. Fue, junto con Jean Paul Sartre, uno de los mayores exponentes del existencialismo. Pocos saben que fue un amante del fútbol como pocos, incluso llegó a ser arquero en sus mejores épocas y en este artículo explica sus razones del por qué se entregó en alma y vida a patear una pelota.

 Sí, lo jugué varios años en la Universidad de Argel. Me parece que fue ayer. Pero cuando, en 1940, volví a calzarme los zapatos, me di cuenta de que no había sido ayer. Antes de terminar el primer tiempo, tenía la lengua como uno de esos perros con los que la gente se cruza a las dos de la tarde en Tizi - Ouzou. Fue, entonces, hace bastante tiempo, en 1928 para adelante, supongo. Hice mi debut con el club deportivo Montpensier. Sólo Dios sabe por qué, dado que yo vivía en Belcourt y el equipo de Belcourt- Mustapha era el Gallia.  

Pero tenía un amigo, un tipo velludo, que nadaba en el puerto conmigo y jugaba waterpolo para Montpensier. Así es como a veces la vida de una persona queda determinada. Montpensier jugaba a menudo en los jardines de Manoeuvre, aparentemente por ninguna razón especial. El césped tenía en su haber más porrazos que la canilla de un centro forward visitante del estadio de Alenda, Orán. Pronto aprendí que la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me ayudó mucho en la vida, sobre todo en las grandes ciudades, donde la gente no suele ser siempre lo que se dice derecha.  

Al cabo de un año de porrazos y Montpensier en el “Lycée” me hicieron sentir avergonzado de mí mismo: un “universitario” debe jugar con la Universidad de Argel, RUA. En ese periodo, el tipo velludo ya había salido de mi vida. No nos habíamos peleado, sólo que ahora él prefería irse a nadar a Padovani donde el agua no era tan “pura”. Ni tampoco, para ser sinceros, eran “puros” sus motivos. Personalmente, encontré que su motivo era “adorable”, aunque ella bailaba muy mal, lo que me parecía insoportable en una mujer. ¿Es el hombre, o no es, quien debe pisarle los dedos de los pies? El tipo velludo y yo prometimos volver a vernos. Pero los años fueron pasando. Mucho después comencé a frecuentar el restaurante de Padovani (por motivos “puros”) pero el tipo velludo se había casado con su paralítica, quien seguramente le prohibía bañarse, como suele ocurrir.  

¿Pero qué es lo que estaba diciendo? Ah sí, el RUA. Estaba encantado, lo importante para mí era jugar. Me devoraba la impaciencia del domingo al jueves, día de práctica, y del jueves al domingo, día del partido. Así fue como me uní a los universitarios. Y allí estaba yo, golero del equipo juvenil. Sí, todo parecía muy fácil. Pero no sabía que se acababa de establecer un vínculo de años, que abarcaría cada estadio de la provincia, y que nunca tendría fin.  

No sabía entonces que veinte años después, en las calles de París e incluso en Buenos Aires (sí, me ha sucedido) la palabra RUA mencionada por un amigo con el que tropecé, me haría saltar el corazón tan tontamente como fuera posible. Y ya que estoy confesando mis secretes, debo admitir que en París por ejemplo, voy a ver los partidos del Racing Club, al que convertí en mi favorito sólo porque usan las mismas camisas que el RUA, azul con rayas blancas. También debo decir que Racing tiene algunas de las mismas excentricidades que el RUA. Juega “científicamente”, pierde partidos que debería ganar. Parece que esto ahora ha cambiado (eso es lo que me escriben de Argel), cambiado –pero no mucho–. Después de todo, era por eso que quería tanto a mi equipo, no solo por la alegría de la victoria cuando estaba combinada con la fatiga que sigue al esfuerzo, sino también por el estúpido deseo de llorar en las noches luego de cada derrota.  

Como zaguero está el "Grandote" –quiero decir Raymond Couard. Le dábamos bastante trabajo, si mal no recuerdo. Jugábamos duro. Los estudiantes, los nenes de papá, no escatiman nada. Pobres de nosotros –en todo sentido– ¡muchos nos burlábamos de la dureza de nuestros propios pies! No teníamos más remedio que admitirlo. Y teníamos que jugar “deportivamente”, porque ésa era la dorada regla del RUA, y “firmes”, porque, cuando todo está dicho y hecho, un hombre es un hombre. ¡Difícil compromiso! Eso no puede haber cambiado, estoy seguro.  

El equipo más difícil era el Olympic Hussein Dey. El estadio quedaba detrás del cementerio. Ellos nos hicieron notar, sin piedad, que podíamos tener acceso directo. En cuanto a mí, ¡pobre golero!, vinieron por mi cadáver. Sin Roger ¡lo que hubiera sufrido! Estaba Boufarik, ese centro forward grande y gordo (entre nosotros lo llamábamos "Sandia") se excusaba con un: "Lo siento nenito" y una sonrisa franciscana.  

No voy a seguir. Ya me excedí de mis límites. Y entonces, me pongo reblandecido. Hasta en "Sandía" veo bondad. Además, seamos sinceros, bien que esto era lo que habían enseñado. Y a esta altura, no quiero seguir bromeando. Porque, después de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol, lo que aprendí con el RUA, no puede morir. Preservémoslo. Preservemos esta gran y digna imagen de nuestra juventud. También estará vigilándolos a ustedes.

El arte y el fútbol

El arte y el fútbol

Interesante artículo del escritor Juan Villoro (México, 1956) autor del libro “Dios es redondo” (ensayos y crónicas sobre futbol, 2006) sobre el deporte que despierta el instinto más animal en muchos de nosotros, y sus razones del por qué 22 hombres tras una pelota pueden ser artífices de una obra de arte.

 

Malraux definió nuestra época como “el extraño siglo de los deportes” y Huizinga al ser humano como homo ludens. Tomadas al pie de la letra, estas ideas sugieren que la civilización contemporánea es la historia del juego organizado y debe ser estudiada en las canchas y los vestidores.  

Es obvio que tan benévolas opiniones sobre la trascendencia del juego no son compartidas por la mayoría. Si algo caracteriza nuestra humana condición es la capacidad de estar en desacuerdo. Numerosos analistas han dedicado páginas de severidad marcial a criticar las pasiones excesivas, la manipulación de la conducta y el embrutecimiento generalizado que se dan cita en los estadios. Para colmo, el más popular de los deportes se juega con los pies, lo cual se opone a la historia de la evolución. El hombre desciende de un homínido que comía frutas y era incapaz de servirse del pulgar oponible; en consecuencia, una actividad que cancela el uso de las manos semeja un retorno a la barbarie. ¿Cómo es posible que la especie que inventó el sistema decimal, de tanto contarse los dedos, se apasione con un juego donde sólo el portero tiene dispensa para usar las extremidades prohibidas? 

En sus más simples fundamentos, el fútbol propone un regreso a las cavernas, donde las manos servían de muy poco. Por eso el poeta Antonio Deltoro ha escrito que sus batallas representan “la venganza del pie sobre la mano”. La fascinación elemental del “juego del hombre”, como lo bautizó el cronista Ángel Fernández, proviene de su tosca dificultad y su vínculo con un tiempo primigenio. ¿Qué significa este retroceso en el tiempo? Que el domingo podemos recuperar lo que aún tenemos de tribu encandilada por el fuego, del griego que confunde a los dioses con los mortales, del niño convencido de que los héroes duran 90 minutos.  

Las definiciones de Malraux y Huizinga son certeras, pero requieren de una precisión histórica: durante años el hombre chutó balones con placer sin aceptar que esa actividad definía su vida. Los miles de ojos ávidos que atestiguaban un partido no pertenecían a la cultura.  

Numerosos artistas repudiaron el fútbol como una droga social o prefirieron mantener en secreto su afición por los goles para evitar que sus pinceles, sus plumas o sus leotardos se mezclaran con las gestas resueltas a patadas. El balón dominado con pericia y las barridas enjundiosas parecían ajenas a las tareas de los estetas. Incluso las mitologías que acompañan a los equipos y a los ídolos –el fútbol como imaginativa forma de representación– se descartaban como saldos groseros, fundamentalistas, de un oficio que a fin de cuentas sólo servía para transpirar.  

Resulta difícil concebir a Sartre, hombre de letras, comprometido con la razón 24 horas al día, preocupado por la suerte del Paris Saint Germain. Aunque los guardametas de la época usaban el suéter de cuello de tortuga de los existencialistas, el indagador del ser y la nada no fumaba su pipa en los estadios. En una de sus clásicas paradojas, Oscar Wilde comentó: “El fútbol es un deporte de lo más apropiado para niñas rudas; pero no apto para jóvenes delicados”. El intelecto debía alejarse del tosco universo de las bestias: “La única forma posible del ejercicio es hablar”.

Hasta mediados de siglo pasado, una fuerte presión social impidió que el fútbol rebasara los límites del barrio, el descampado, el canallesco arrabal. Sin embargo, a contrapelo de las modas, tuvo cultores privilegiados.  

Albert Camus creció en una familia de pobreza extrema y decidió jugar de portero porque en esa posición se gastan menos los zapatos. Años después diría que todo lo que sabía de la ética era obra del fútbol, el territorio en el que se ignora por dónde saldrá el balón.  En la pintura, Max Beckmann llevó el expresionismo al área chica, Robert Delaunay inmortalizó un lance del “equipo de Cardiff”, Nicolas De Staël creó un paisaje perfectamente abstracto al que por soberano capricho tituló “Los futbolistas”, Pablo Picasso dibujó a tres fantasmones regordetes que flotan en pos de un sol hecho pelota y el mexicano Ángel Zárraga logró una sutil y perturbadora transexualidad con sus mujeres futbolistas.  

El cine ha ofrecido churros como “El gran escape”, donde Pelé comparte créditos con Max Von Sidow, melodramas para llorar entre palomita y palomita (“Pelota de trapo”), rocambolescos driblings de “Resortes” y episodios de alta temperatura intelectual como “El miedo del portero ante el penalti”, de Wim Wenders, basada en la novela de Peter Handke.  

Los escritores se dedican, con variada intensidad, a rendir testimonio de lo que miran en el césped: Vinicius de Moraes retrató a Garrincha, Umberto Saba a un equipo sin gloria, Samuel Becket al hombre acorralado, ansioso de que el destino le brinde un “juego de vuelta”, Günter Grass a un arquero en un estadio nocturno, Pier Paolo Pasolini a los que corren en prosa y a los que corren en poesía y Luis Miguel Aguilar a un virtuoso con tan buen toque que se electrocuta.

El fútbol ha sido la más peculiar factoría de artistas: Joan Manuel Serrat aprendió a cantar en los campos del Barcelona, Chillida se dedicó a la escultura cuando una lesión lo alejó para siempre del Athletic de Bilbao y Jorge Valdano adquirió su buena prosa en las concentraciones del Real Madrid y la selección argentina.  

Los tiempos han cambiado tanto que se intelectualiza el fútbol en exceso, se considera que cualquier entrenador con ingenio es un filósofo y se publican odas lamentables en nombre del amor a la camiseta. Lo decisivo, a fin de cuentas, es que el fútbol se percibe como cosa mental. Nadie puede jugarlo ni verlo sin imaginación. Se los digo yo, que una vez gané la Copa del Mundo, y no tuve necesidad de despertarme.

Poder decir adiós es crecer

Poder decir adiós es crecer

Existen bandas y/o cantantes que pasarán a formar parte de tí mismo, es más, podría decirse que son éstos quienes se encargarán de musicalizar el soundtrack de la película de tu vida. Gustavo Cerati visitó el Perú hace muy poco y el resultado fue un concierto impactante que hasta ahora mis sentidos no han dejado que se pierda.

El músico argentino es uno de mis favoritos y puebla mis recuerdos más tempranos, escucharlo y verlo se me termina haciendo entrañable siempre. A pesar de que Soda Stereo es una de las bandas de mi niñez (y no creo que en nuestra lengua haya existido alguna capaz de opacarla) cada vez estoy más convencido que la música del Cerati solista es muy superior a la que hacía con Zeta Bosio y Charly Alberti. 

Nunca pude ver un concierto de Soda. Era muy chico las veces que vinieron en la década de los ochenta y cuando pisaron Lima la última vez (en 1995) una terrible varicela me tumbó a la cama y dejé pasar ese acontecimiento con sumo pesar. Tenía 14 años y pude perfectamente haber asistido. 

Luego de la disolución del trío en 1997 y entendiendo que fue Gustavo quien decidió apurar el adiós por tener una visión muy particular de la música que ya no compartía con sus demás compañeros, me sumergí en la búsqueda de sus trabajos personales. Quedé prendado. 

“Colores Santos” (1992) es un gran trabajo que realizó junto a Daniel Melero y es uno de mis discos de cabecera, allí me di cuenta que Cerati tenía vida más allá de Soda y una necesidad personal de explorar su talento sin la sombra del existoso grupo que alocó a la juventud de esta parte del mundo en los ochentas.   

En 1993 editó “Amor Amarillo” como un aviso de que ya necesitaba espacio propio y, luego de la mencionada desintegración de Soda, se dio su tiempo para trabajar sus producciones en las que pudo experimentar y evolucionar sin miramientos. Es así como “Bocanada” (1999), “Siempre es hoy” (2002) y la última placa “Ahí vamos” (2006), nos entrega a un músico maduro, comprometido con su filosofía musical y que aún tiene mucho por dar. 

Como es obvio, la música de Cerati está alejada de las estaciones de radios comerciales, algo impensado cuando integraba aquel Soda Stereo de los grandes hits. A pesar de ello, los hinchas de Gus (muchos menos que cuando integraba el mítico trío) conforman una legión apasionada en diferentes partes de Latinoamérica y que lo admira más con el paso de los años. 

Hoy, con 46 años a cuestas, Gustavo Cerati puede darse el lujo de tocar y componer sacándose la sombra de un grupo en el que supo ser feliz, pero al que tuvo que abandonar para embarcarse en la lucha por perseguir sus ideales. Total, como él mismo dice, “separarse de algo o alguien a lo que se quiere no es soberbia, es amor. Poder decir adiós es crecer”.

Coixet frente a Kar - Wai

Coixet frente a Kar - Wai

A continuación reproduzco de forma íntegra una memorable conversación entre la directora española Isabel Coixet con uno de sus mayores referentes: el mítico Wong Kar - Wai, el galardonado director de “In the mood for love”. Imperdible.

 

Isabel Coixet siempre había querido conocer a Wong Kar-Wai, un director misterioso y escurridizo, autor de un filme ya de culto, "In the mood for love". Éste es el resultado de un encuentro lleno de cine.

 

Durante años, desde que vi Chunking express, y después toda su filmografía, que, para variar, ha llegado tarde, poco y en desorden a nuestras pantallas, pensé que me gustaría hablar con Wong Kar-Wai (Sanghai, 1958), o al menos con el tipo irónico, tierno, melancólico, arriesgado, pensativo que sus películas dejan ver. Antes de la proyección de In the mood for love (Deseando amar), le digo con admiración que he visto todas sus películas y que me fascinan, y se muestra preocupado: "Es que ésta es muy diferente". Hoy, tras ver In the mood for love, se me antoja que la única entrevista posible con él es una especie de ceremonia zen, con mi cochambroso casete recogiendo hora y media de silencio, mientras los dos sorbemos té y miramos el fondo de nuestras tazas imaginando preguntas y respuestas que no se formulan. Pero no hay té, hay café, así que no me queda más remedio que preguntar, a sabiendas de que lo más importante (¿de qué oscuro y luminoso lugar nace esta misteriosa, bella, trágica, preciosa película?) se quedará por ahí, flotando.

 

Pregunta. ¿Por qué dijo que In the mood for love era tan diferente de sus otras películas? En Chunking express había una chica que invadía la habitación del policía, durmiendo en sus sábanas; en Fallen angels, un chico que invade los puestos del mercado por la noche; en In the mood for love, ella (Maggie Cheung) entra en la habitación de él (Tony Leung), en Singapur, para llevarse unas zapatillas.

 

Respuesta. Sí, claro, a lo mejor no es tan diferente, de hecho no lo es; uno siempre hace la misma película y habla de la misma clase de gente, la gente que mira por la ventana lo que hacen los demás, la gente que intenta robar algo de la vida de otras personas, para sentir que así algo suyo les pertenece.

 

P. La gente que está sola.

 

R. Sí, todos mis personajes están terriblemente solos.

 

P. Incluso cuando están rodeados de gente, como en Happy together o en In the mood for love.

 

R. Especialmente en estas dos películas.

 

P. Es que tengo la impresión de que sus personajes nunca salen de una única habitación, que todas las habitaciones que muestra son la misma, incluso el color de las paredes.

 

R. (Risas). Sí, es una de las desventajas de trabajar siempre con el mismo decorador [William Chang], que siempre acaba trayéndote lo que sabe que te gusta.

 

P. Y además es su montador.

 

R. Sí, me tiene cogido; a veces le digo: oye, ¿no teníamos esta misma cama en Buenos Aires cuando rodamos Happy together? Y me mira asombrado: "Claro que sí", dice, "hay que reciclar las cosas". ¡Y me lo dice en Hong Kong! O a veces me enseña un cuadro o una falda para un personaje y me dice: "¿A que te suenan?". Volviendo a lo de la habitación, la verdad es que para mí todas las historias empiezan en una habitación, siempre hay una habitación con alguien sentado en la cama, fumando.

 

P. O comiendo.

 

R. Sí, es algo que no veo en el cine occidental, a veces me parece que en las películas occidentales los personajes no comen nunca. Para mí es muy importante cómo se ganan la vida mis personajes, dónde viven, cómo duermen, lo que comen…

 

P. ¿Aunque sea una lata de piña caducada? [En Chunking express y en Fallen angels hay personajes obsesionados con las latas de piña caducadas].

 

R. [Risas]. Especialmente si es una lata de piña caducada, aunque la verdad es que yo odio la piña.

 

P. En los dos libros que Chris Doyle [director de fotografía] ha escrito sobre sus rodajes (Fallen angels, Happy together) parece que se entienden sin muchas palabras.

 

R. Bueno, Chris es muy hábil con las palabras, y en los libros todo parece muy fácil y glamouroso. Un rodaje nunca lo es, pero es cierto que, al cabo del tiempo de colaborar, ambos sabemos las cosas que detestamos el uno del otro y las que nos gustan. Hemos aprendido mucho juntos, y para mí, dada mi forma de trabajar, dado que empiezo siempre con una vaga y lejana idea de lo que voy a hacer, es importante tener gente a mi lado a la que no tenga que dar demasiadas explicaciones. Además, a mí no me gusta que la gente venga a verme a un rodaje, no me gusta que haya nada que me haga perder la concentración. Me gusta estar solo, necesito distanciarme de los demás. Chris siempre ha respetado eso.

 

P. ¿Y qué ha pasado en In the mood for love?

 

R. Bueno, Chris es ahora un director de fotografía muy ocupado, incluso ha dirigido un filme (Away with words), y bien… él empezó la película y un día vino a verme y me dijo que no podía respirar, que quería hacer otra cosa, que la película era demasiado estática para él; así que se fue y Mark Li, que había hecho conmigo Fallen angels, la terminó. No sé por qué, pero creo que se entendería bien con Chris Doyle.

 

P. No sé. A mí me gusta el lado estático de las cosas, también me gustaba muchísimo cómo utilizaba la cámara al hombro y el gran angular en las otras películas. Pero me parece magistral el lado quieto de ésta porque lo único que pueden hacer los personajes es estar quietos, ésa es su victoria. "No somos como ellos", dicen, como los amantes que nunca vemos.

 

R. Sí, quizá en esta película he llevado mi control del encuadre hasta el límite, quizá por eso Chris no podía respirar y probablemente ésta es la película donde he terminado con más preguntas todavía de las que tenía al empezar. Porque esas dos personas que se encuentran, cuyos respectivos cónyuges tienen un affaire, ¿se odian?, incluso cuando parece que se están acercando. A veces pienso que siguen odiándose porque cada uno le recuerda al otro lo que ha perdido, e incluso cuando parece que se están seduciendo hay un lado oscuro, de venganza, de resentimiento, y nunca sabemos, igual que ellos no saben cuándo los otros empezaron a engañarles, cuándo el amor nace entre ellos y cuántos sentimientos contradictorios hay en ese amor. No creo tener todavía una respuesta a todo eso.

 

P. Pero ésa es parte de la magia de la película, nunca sabemos a ciencia cierta qué clase de relación tienen, incluso hay momentos que todo parece una proyección; que en realidad los otros, sus cónyuges, no se conocen, aunque ellas lleven el mismo bolso y ellos la misma corbata, que ella lo está imaginando todo a partir de la doble relación que tiene su jefe.

 

R. [Risas]. Vaya, eso no se me había ocurrido… Pero, ¿por qué no?, eso es lo que me parece más interesante, que cada uno piense qué es lo que pasa, que cada uno encuentra sus propias respuestas, y el papel de un director no es proporcionar respuestas, al menos no es eso lo que me interesa, ya hay demasiados directores interesados en contar las cosas de manera que se entienda todo hasta la saciedad, hasta que no quede un resquicio de misterio, y a mí me interesan los secretos, el misterio.

 

P. Las dobles vidas.

 

R. Sí, las dobles vidas.

 

P. El otro día leí en una novela que en el momento en que uno tiene vida interior ya lleva una doble vida.

 

R. Es cierto, es totalmente cierto, por eso es importante trabajar con gente que te conozca de verdad, si no sería demasiado complicado. Cuando empecé In the mood for love, la historia era diferente. Fue William Chang, que me conoce muy bien, el que me dijo: ésta no es la historia que quieres contar, y empezamos a trabajar en otra dirección, pero del Hong Kong de los años sesenta ya no queda absolutamente nada, y sabíamos que iba a ser un rodaje complicado, quizá no tan complicado como terminó siendo.… Pero, en fin, complicarse la vida es parte de las razones por las que uno hace películas, ¿no?

 

P. Noooo, qué va; bueno, sí; y también uno hace películas para no terminar como el tipo al final de la suya susurrándole su historia a un agujero en la piedra, que me parece el final más abrumadoramente triste que una película pueda tener.

 

R. ¿Eso quiere decir que le gustó el final?

 P. Eso quiere decir que le doy las gracias por hacer In the mood for love.

De por qué creo ser uno de ellos

De por qué creo ser uno de ellos

“Un cronopio pequeñito buscaba la llave de la puerta de calle en la mesa de luz, la mesa de luz en el dormitorio, el dormitorio en la casa, la casa en la calle. Aquí se detenía el cronopio, pues para salir a la calle precisaba la llave de la puerta”.

Julio Cortázar

“Historias de Cronopios y Famas”

Muchas personas tienen la imperiosa necesidad de que todo les sea explicado. Yo, por mi parte, cada vez estoy más convencido que las cosas tienen que tener algo escondido e inexplicable para que nos sigan atrayendo.

Cuando voy a leer un libro o ver una película espero con deseo que el “desenlace” me deje algo insatisfecho, caso contrario la sensación de vacío me embarga. Es impagable el hecho de que te pases horas de desvelo tratando de construir tu propio final, de atar cabos para buscar resolver algo que, en el fondo, no desees que esté del todo resuelto. La idea de, como lector o como espectador, poder formar parte de una historia que te haga partícipe activo de la misma la adquirí leyendo a Julio Cortázar. 

Tal parece ser que los tiempos en los que vivimos han puesto en peligro de extinción a los lectores/espectadores “activos” de los que tanto gustaba Cortázar. Nosotros también debemos formar parte de una historia, tanto como la trama misma, los personajes y sus sensaciones y las ideas del artista. Es enriquecedor poder presenciar las cosas y otorgarles nuestra personalísima visión. No quería explicar tan detalladamente el por qué del título que da vida a este blog, pero a veces es necesario dar algunas pautas para que los lectores vayan conociendo y adentrándose al mundo de este autor.

“Historias de Cronopios y Famas” es un hermoso libro en el que Cortázar dio vida a unos seres maravillosos que encarnan la esencia misma de lo que, creo yo, debería ser una persona: libre, idealista, noble y genuina que busca dotar a la sociedad de un sentido de originalidad. Rápidamente, y dejando de lado todo aquello que pueda sonar pretencioso, me identifiqué con un cronopio. 

Esos seres “verdes, tibios y húmedos”, como los describe el célebre cuentista argentino, están dotados de una sensibilidad impresionante y, como yo, carecen de un sentido del orden que los hace vivir fuera del ritmo avasallante de este mundo. En contraparte, Cortázar también habla de los famas, aquellos personajes unidos al poder, autoritarios, rígidos y petulantes que quieren ordenar la vida de las personas tal como les convenga.   

“Mundo de Cronopios” espera albergar una serie de artículos diversos en los que se pueda hablar de todo. Más que una forma de enseñar espero que sea una forma de sentir libremente y donde todo lo convencional quede de lado.